Aclaraciones al artículo “El Banco Central es un Fraude”
Reflexiones sobre el crédito, la historia bancaria y los conceptos jurídicos que se malinterpretan
Este artículo se fundamenta en una contestación a algunas premisas realizadas en el artículo “El Banco Central es un Fraude”, de César Aónykenk, director del Movimiento Libertario de Chile y editor de El Libertador Galopante. Aunque en muchos aspectos comparto sus postulados, quiero resaltar ciertas aseveraciones que, a mi juicio, resultan problemáticas. No obstante, creo que bastará con aclarar los conceptos utilizados a continuación.
La frase en cuestión es la siguiente:
«El caso de Stockholms Banco revela el pecado original del sistema bancario moderno: la reserva fraccionaria y la emisión de dinero fiduciario sin respaldo, una estafa que arrastra a generaciones enteras a crisis, inflación y empobrecimiento».
El problema de esta frase es que critica, en cierta medida, dos conceptos que por sí mismos son neutrales y no tienen por qué ser perniciosos y, por otra parte, una valorización sustentada en una comprensión errada:
La reserva fraccionaria.
La emisión de dinero fiduciario sin respaldo.
La calificación de “estafa”.
Para dar una contestación apropiada a esa primera aseveración, es importante definir qué se entiende por reserva fraccionaria. Desde mi punto de vista, la reserva fraccionaria es la práctica bancaria según la cual una entidad retiene en reservas líquidas (oro, plata, billetes) solo una fracción de los fondos que capta, de modo que los pasivos emitidos (depósitos o billetes) superan el efectivo disponible; el remanente se destina a otras operaciones que sostienen su negocio, mientras se asegura la atención de las demandas de efectivo de los clientes y las liquidaciones interbancarias.
Ahora bien, la práctica de la reserva fraccionaria se remonta a la antigua Roma. En aquella época, la banca de reserva fraccionaria se basaba en el contrato de mutuum y sus variantes (incluidas las estipulaciones por interés y el llamado depositum irregular), por el cual el banquero recibía fondos “no sellados” de sus clientes, retenía solo una parte en metálico como reserva y prestaba o invertía el resto, conservando registros de deuda —los nōmina— que podían transferirse como medios de pago. Este mecanismo permitía a los bancos crear pasivos (las cuentas o “depósitos” de sus clientes) superiores a sus activos líquidos en caja, generando así un dinero crédito endógeno que ampliaba la oferta monetaria más allá de las monedas metálicas disponibles. Por tanto, la práctica no es reciente y tiene una amplia tradición en las relaciones mercantiles.
Adicionalmente, el profesor Jesús Huerta de Soto sostiene que, según el derecho romano clásico, el mutuum requería un plazo fijo y que el depositum irregular no podía devengar intereses ni usar reservas inferiores al 100 %, concluyendo que la reserva fraccionaria era ilegal en Roma. Sin embargo, las fuentes del Digesto muestran que el mutuum era plenamente callable (reclamable) en cualquier momento sin plazo preestablecido y que el depositum irregular podía generar intereses y no exigía reservas totales permanentes. Su visión, por tanto, descansa en una interpretación errónea de ambos contratos.
La llamada emisión de dinero fiduciario sin respaldo es, en gran medida, una ilusión. Para comprenderla, conviene definir qué entendemos por banco. Quizá no sea una definición ampliamente conocida, pero la forma más precisa de entender la banca es como una institución que crea y moviliza sus propios títulos de deuda (los depósitos) al conceder créditos. Cada vez que un banco aprueba un préstamo, aparece un nuevo depósito en la cuenta del prestatario, lo que algunos resumen como “creación de dinero”. Sin embargo, como advertía Courcelle‑Seneuil,
“no es cierto que emitiendo billetes o depósitos de banco se cree algo de la nada: se pide prestado tan solo a quienes se sirven de ellos el valor de la moneda metálica que habrían empleado si aquel billete o depósito no existiera”.
Incluso Somary, subrayaba el esfuerzo muy sofisticado que las entidades dedican a atraer depósitos, pues de nada serviría diseñar complejas operaciones de concesión de crédito si luego no pudieran atender las demandas de efectivo y las liquidaciones interbancarias.
Por tanto, los bancos no crean dinero “de la nada”, pues cada depósito nace siempre como deuda contraída y se respalda en flujos de caja futuros —descontados al valor presente— destinados a saldar ese compromiso. Además, según el manejo del banco, la institución suele colateralizar la deuda con otros activos, llegando en ocasiones a sobrerrespaldarla. En esencia, el banco intermedia consumo presente frente a consumo futuro, transformando ahorro genuino (postergación de gasto) en crédito a quienes lo requieren. De no existir control ni respaldo, su posición de liquidez y solvencia quedaría expuesta al impago y a corridas, condenándolo al riesgo de quiebra, tal como relata César en el caso de Palmstruch.
Lo que Johan Palmstruch hizo mal no fue introducir la reserva fraccionaria ni emitir billetes al portador como sustitutos de los certificados de depósito —innovaciones que, de hecho, aportaron dinamismo a la economía sueca—, sino llevar al exceso esta práctica sin una adecuada gestión del riesgo. Si bien observó correctamente que los retiros de metálico seguían una cierta regularidad, lo que le permitió prestar una parte de los fondos depositados, terminó emitiendo más billetes de los que podía respaldar con reservas reales. Esta expansión crediticia desmedida, basada en activos poco líquidos como préstamos hipotecarios e inmobiliarios, comprometió su capacidad para atender las demandas de reembolso en efectivo, es decir, el Stockholms Banco quebró por incurrir en un descalce de plazos y riesgos. Además, la eliminación del interés en los nuevos billetes facilitó su circulación como dinero, lo que aceleró la expansión de los pasivos sin fortalecer proporcionalmente la posición de liquidez del banco. Como resultado, ante una crisis de confianza, la institución no pudo responder con reservas suficientes, provocando una situación de insolvencia. En síntesis, el error fundamental de Palmstruch fue sobreestimar la estabilidad del comportamiento de los depositantes y subestimar los riesgos de liquidez, expandiendo el crédito más allá de lo que sus reservas podían sostener en caso de corridas.
Como resultado, esta función de intermediación intertemporal —no un simple multiplicador monetario mágico— es el corazón de su negocio. No se crea dinero de la nada sin respaldo; lo que sucede es que ese respaldo puede componerse de otros activos que no tienen que ser necesariamente efectivo o especies.
Es más, la supervivencia de una institución bancaria depende de la gestión que realicen sus directores. No importa si un banco opera con un coeficiente de caja del 100 % o con reserva fraccionaria: lo verdaderamente decisivo es la calidad de sus activos y la solidez de su posición de liquidez. El Banco de Ámsterdam, inaugurado el 31 de enero de 1609 para poner orden en la caótica circulación de monedas en Holanda y el resto de Europa, demuestra con nitidez esta lección histórica.
En sus orígenes, los comerciantes de paños se vieron desbordados por la abundancia de piezas metálicas de muy diversa procedencia —llegaron a emplearse más de 800 monedas diferentes—, tanto extranjeras como locales. El Banco de Ámsterdam ofreció entonces un depósito a la vista con encaje del 100 %: cada florín depositado quedaba efectivamente custodiado, y los clientes podían operar con una “moneda de cuenta” llamada florín‑banco, cuyo valor permanecía fijo e idéntico al patrón oficial de la ciudad.
Durante casi dos siglos, esta banca de cuentas corrientes funcionó con absoluto respaldo y reputación intachable. Sin embargo, a finales del siglo XVIII, el banco empezó a desviar recursos de su cartera de metal hacia operaciones con la Compañía Holandesa de las Indias Orientales (VoC). En 1789 se hizo público que se habían concedido cuantiosos préstamos a la VoC, comprometiendo buena parte de sus reservas líquidas en un activo muy expuesto a la volatilidad de las acciones comerciales.
El impacto no se hizo esperar: el agio —la prima que los usuarios estaban dispuestos a pagar por cambiar moneda corriente a florines‑banco— cayó primero por debajo del 2 % y, en pocos meses, la confianza se evaporó. Incapaz de restablecer su liquidez y con el balance agotado por las pérdidas, el Banco de Ámsterdam cerró sus puertas en agosto de 1790.
Este episodio ilustra que incluso un banco con encaje del 100 % puede quebrar si sacrifica su liquidez en busca de rentabilidades más elevadas. No es el coeficiente de caja el que asegura la viabilidad, sino una gestión prudente de los activos y la capacidad de responder a demandas de efectivo imprevistas. En última instancia, la fortaleza de un banco radica en el equilibrio entre la seguridad de sus reservas y la calidad de sus inversiones.
De igual manera, llamar “estafa” a la práctica de la reserva fraccionaria, entendida como ese mecanismo bancario basado en depósitos irregulares, parte de un malentendido sobre la naturaleza jurídica de dichos contratos. Aunque en apariencia el banco recibe dinero para custodiarlo, en realidad el depósito irregular —como bien explica Huerta de Soto— transforma la relación en una obligación de restitución de un equivalente, no en la mera guarda de una cosa específica.
En primer lugar, el depósito regular y el depósito irregular comparten un origen contractual parecido, pero divergen en el tratamiento de la propiedad. En el depósito clásico, el depositario guarda un bien mueble concreto y lo devuelve tal cual, preservando su forma y estado originales. Por el contrario, en el depósito de bienes fungibles (dinero, trigo, aceite), el depositario adquiere la propiedad de las unidades entregadas y se compromete a restituir “tantundem” (la misma cantidad y calidad), lo que en la práctica convierte el vínculo en una relación crediticia más semejante al mutuo que al depósito tradicional.
En segundo lugar, la obligación esencial en el depósito irregular no es custodiar físicamente los mismos granos de trigo o monedas depositadas, sino garantizar la devolución de un equivalente. Esta distinción es clave: mientras que en el depósito regular la garantía radica en la inmovilidad y conservación del bien, en el depósito irregular la seguridad se basa en la responsabilidad del depositario de restituir la cantidad convenida, pudiendo utilizar libremente los bienes fungibles en tanto mantenga la capacidad de pago.
Por último, exigir un coeficiente de caja del 100 % como si fuese una obligación jurídica del depósito irregular malinterpreta la libertad que la normativa confiere al depositario. La verdadera esencia del vínculo es la restitución del tantundem, y no la inmovilización permanente de los fondos. Para considerarlo una estafa, haría falta engañar al depositante sobre la naturaleza del contrato o la imposibilidad de devolver lo acordado, cosa que no ocurre cuando ambas partes entienden claramente su contenido crediticio.
En suma, calificar de estafa la reserva fraccionaria equivale a desconocer que el depósito irregular implica una obligación de devolución abstracta más que un mandato de custodia física, y que el depositante, convertido en acreedor, recibe exactamente lo pactado cuando solicita su tantundem. Por ello, es jurídicamente incorrecto y conceptualmente impreciso tildar esta práctica de engañosa o fraudulenta.
Hasta aquí dejo señaladas mis discrepancias. Creo que la verdadera estafa se constituye a través de privilegios y arbitrariedades desde el Estado, por lo que, en general, comparto la tesis principal de César. No quiero señalar otros tipos de problemas que conlleva la banca central, pues confío en que César expondrá esos temas en futuros artículos. Hubo períodos de banca libre (sin banco central) y existen numerosas experiencias exitosas documentadas.